Sobre el papel del trabajo, sujeto político, conciencia de clase y socialdemocracia, en el contexto de la economía digital. Publicado originalmente en el Heraldo de Aragón del 6 de junio 2017.


El trabajo está dejando de ejercer la absoluta centralidad de nuestras vidas y, en consecuencia, la clase trabajadora estaría dejando de actuar como sujeto político protagonista de nuestro tiempo, lo que explicaría buena parte de la pérdida de influencia de los partidos socialdemócratas en Europa. Esta fue mi tesis en los debates del grupo de expertos de la Ponencia Política del PSOE para su 39º Congreso, en los que deslice una incómoda pregunta: ¿Qué sentido tendrá un partido de trabajadores cuando el trabajo sea algo secundario?

Es verdad que el factor trabajo es aún suficientemente estructural como para explicar la morfología de nuestras sociedades. Pero un conjunto de fenómenos está reduciendo esta centralidad. Quizá lo más evidente es que, en sociedades como la española, la población activa tenderá a tener cada vez menos peso en el conjunto de la población, bien por el desempleo bien por el envejecimiento. No obstante, el fenómeno que más impacto va a tener en la dilución de la centralidad del trabajo es la transformación digital de la economía. El año 2017 está siendo el de los algoritmos, los drones y los robots. Aunque el asunto aún tiene más de profecía que de realidad, la tendencia es imparable. Por primera vez en la historia, productividad y crecimiento económico no van en paralelo a la creación de empleo. En el paradigmático sector de la industria americana, por ejemplo, hace ya muchos años que la productividad se ha divorciado completamente del número de empleos: el capital ha aprendido a producir valor sin necesidad de redistribuir beneficio a través de la contratación de mano de obra, lo que puede significar el final del gran pacto social del siglo XX. A este respecto, habrá que seguir con atención el gráfico del número de horas trabajadas totales en España: cada vez serán necesarias menos horas laborales para que funcione España, e incluso para que funcione mejor que ahora.

A este diagnóstico deberíamos sumar algunos elementos sociales y culturales que también desdibujan la centralidad del trabajo. Como la difuminación de las fronteras entre el tiempo de trabajo y el de ocio debido a la plena disponibilidad y acceso en nuestras pantallas, o incluso a las medidas de conciliación, como el teletrabajo; ambos fenómenos se pueden interpretar como una ocupación por el trabajo de nuestras esferas de intimidad, pero también en el sentido contrario, en tanto conquistamos espacios personales durante los tiempos laborales. Estoy seguro de que las leyes inclinarán la balanza en esta segunda dirección. La desconexión del móvil, por ejemplo, será un derecho en poco tiempo y el debate sobre la racionalización de los horarios se saldará a favor de unas jornadas más cortas y conciliadoras.

La mezcla de roles también se está produciendo en el mundo del consumo, con estrategias de marketing que aprovechan nuestra motivación por producir y crear, como la marca sueca con los kits de muebles, que nos convierte en ‘prosumidores’ (productores y consumidores al mismo tiempo). O como el movimiento DIY (‘do it yourself’ / hazlo tú mismo).

La división tradicional de clases es hoy caleidoscópica, al menos en lo relativo al trabajo. Otro ejemplo son los nuevos emprendedores de sí mismos. Me refiero a los falsos autónomos que algunas empresas están utilizando bajo el amparo de la ola de la ‘economía colaborativa’ para liberarse de sus responsabilidades sociales. De nuevo la frontera es difusa. Una persona que comparte su coche ocasionalmente es un ciudadano haciendo economía colaborativa. Otra que aprovecha igualmente su coche pero trabajando 8 horas al día ya no hace economía colaborativa, sino competencia desleal.

Paralelamente, el principal sujeto político de los siglos XIX y XX está perdiendo capacidad de influencia. Me refiero a la clase trabajadora. Si los trabajadores del siglo XXI lo son durante cada vez menos tiempo; si las maquinas y los algoritmos incrementan la productividad sin crear empleo neto, lo que nos conducirá indefectiblemente a alguna fórmula de renta universal; si las fronteras entre la vida privada y la laboral, entre producir y consumir e incluso entre compartir y ‘co-producir’ se desdibujan; si el principal escenario de interacción ya no son los centros de trabajo, sino las redes sociales… es razonable pensar que la conciencia de clase se diluirá como un azucarillo en esa nueva realidad asíncrona.

Pero que la clase trabajadora no vaya a ser el sujeto político del siglo XXI no significa que ya tenga sustituto. Me inclino a pensar que vamos hacia un mundo sin actores principales, donde las masas uniformes dan paso a multitudes inteligentes. Y el nuevo reparto de papeles está teniendo ya su reflejo en la suerte de los partidos socialdemócratas. No digo que el fenómeno de la centralidad del trabajo explique por sí solo el declive de la socialdemocracia en Europa, pero sí que es un ingrediente importante. Esta tesis nos ayudaría a entender mejor por qué están funcionando tan bien electoralmente iniciativas políticas de nuevo cuño que van desde la transversalidad al populismo y que han sabido ecualizar mejor las sensibilidades de la posmodernidad. Desde la retórica transversal, aglutinando energías civiles en torno a asuntos comunes, que superan la antigua conciencia de clase; hasta la lógica populista, que lanza mensajes primarios y emocionales, que funcionan eficazmente aunque sean reaccionarios y proteccionistas, porque se vertebran ante un gran elemento cohesionador: el enemigo común, ya sea China, los de arriba o los robots.

El riesgo de la socialdemocracia es que, frente al avance de estos discursos, más allá de algunos ejemplos locales (como Portugal o Aragón), no está aportando mucha resistencia. Hasta el punto de que el único muro de contención contra los mensajes reaccionarios del miedo que está funcionando a nivel internacional parece ser el relato social-liberal. Un relato que nos sigue recetando más de los mismo: más mercado, con un estado del bienestar de mínimos pero que garantice mayorías electorales, mantenimiento del ‘statu quo’ en la Unión Europea y el orden internacional y con cierta valentía en los debates de derechos civiles, lo que les permite abanderar el progresismo ideológico.

Quizá la única esperanza de la socialdemocracia es reconectar su política útil, de BOE y presupuesto público –donde habitaba cómodamente cuando todo era sólido–, con ese mundo nuevo que está llegando y que se conforma en torno a las multitudes inteligentes, un mundo de activistas digitales, de comunidades de ‘software’ y cultura libre, de plataformas colaborativas, de grupos de afectados, de foros de periodismo ciudadano, de movimientos por la transparencia y el gobierno abierto, de colectivos de ‘makers’, de emprendedores sociales y verdes… para construir un nuevo edificio intelectual sobre la base de un nuevo humanismo, más progresista y más transversal, que supere los límites de una conciencia de clase cada vez más diluida; y que ensanche el perímetro de la socialdemocracia para que quepan más de los que caben hoy.

URL: https://raulolivan.com/2017/06/19/el-fin-de-la-centralidad-del-trabajo/
Imagen: Santiago Sierra. ‘Forma de 600 x 57 x 52 cm construida para ser mantenida en perpendicular a una pared’, 2001 ·